domingo, 29 de noviembre de 2009

Nada cambiará mi mundo


[El sargento pimienta]

Juan López

Todo desaliñado, así llegó el Sargento Pimienta al barrio. Eran los primeros días de marzo del 87. Yo, por entonces, era un muchachito de cuerpo frágil y de mentalidad terca que no entendía otra cosa más que su propia locura de sentirse loco.

Aún lo recuerdo. Todo está claro en mi mente todavía: su bincha blanca con el logo hippie, anteojos redondos con cristales azules, cabellera dorada con depresiones oscuras y olor a incienso y hierba chamuscada.

Se presentó delante de todos con guitarra en hombro; empuñando, a la vez, una pesada maleta. Se abrió paso entre las hileras de personas que lo miraban arrugando sus caras, demostrando cierto sopor. Sus botas demolían las piedras y devoraban el polvo. Un poco de melena le rosó el rostro colorado y se prendió de él. Poco a poco iba masticando un chicle que luego escupió al suelo y lo pisó. La gente perpleja se miraban a sus caras preguntándose: ¿De donde salió este tipo? ¿Es familiar de algunos de ustedes? ¿Alguien lo conoce? ¡Carajo! ¿Nadie sabe…?

El Sargento Pimienta había salido de la nada. Sí, yo estaba convencido que era así. Vestía aquel trajecito amarillo con galones en los hombros y cordones de colores que le envolvían el torso.

A pesar de todo, nadie le había garantizado una sonrisa.

Un hombre en la plazoleta del barrio gritó: ¡ahí viene! Sí, ahí venía el Sargento Pimienta: cantando, reparando un poema. Su rostro decía demasiado; el cigarro, que humeaba entre su boca y nariz, también. Era único. También era único aquel espacio empolvado en el que se movía.

Sus botas, transmutadas en el color, levantaban pequeñas nubes de polvo. Sus pasos largos, directos, se dirigieron hacia la plazoleta inútil. Escogió entre la mejor de las peores bancas y se sentó. En ella desenfundó su guitarra, recogió una de sus piernas y empezó a quebrar cada cuerda: desde la más aguda hasta la más grave. Entonó algunos solos de guitarra que hablaban de barberos, muchachitos bonitos, submarinos amarillos, de cielos mermelada, de escritores de novelas, de amores imperfectos…

El Sargento Pimienta creía amar a toda esa gente que lo veía como un desfachatado, loco e insoportable. Él sonreía, no le importaba. La melena, que le caía entre los dos extremos de la cara, le encubría los lentes ahumados por un azul cielo que se resbalaba por su nariz perfilada.

Aquella tarde se fue diluyendo entre los cerros deformes. Él, como un comenta que se va apagando, dejaba de tararear el solo de Billy Shears. Colocó la guitarra sobre sus muslos, la enfundó, secó el sudor que le escurría entre el cuello y el pecho y se marchó a trancos muy pequeños. La vida es así, pensé en ese momento. Su silueta se difuminaba, las miradas del gentío también. Atravesó algunas cuadras estrechas entre sí, llegando a una esquina que doblaba hacía un destino improbable, inexistente tal vez. Ahí él paró, encumbró su mano asido a la guitarra y dijo observando a la pequeña multitud afincada fuera de sus casas: “Nada cambiará mi mundo”. Y, desde entonces, nada lo ha cambiado…

4 comentarios:

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