viernes, 3 de septiembre de 2010

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Good bye, Carmelo



[Adiós, Carmelo; hasta luego, Foncho]

Juan López

Aquel día en que mi madre decidió darme la oportunidad de conocer el mundo por fuera, llegó al barrio un circo multicolor. Uno de esos que hacen brotar alegría y a la vez pobreza. Era un circo pobre, de carpa retaceada. Ahí no había elefantes ni tigres, pero sí perros, gatos, gansos, monos, unos payasos escuálidos, una que otra bailarina de enormes piernas y, lo que más llamó mi atención, un ventrílocuo y su muñeco de madera.

El circo se instaló en medio del barrio. Todos los vecinos salieron de sus casas dando tremendos trancos y soltando comentarios: algunos de algarabía y otros de queja. Los niños, poco acostumbrados a ver esta clase de eventos, nos sentimos felices; corríamos por los alrededores haciendo líneas en la tierra con palitos de sauce. Mi madre, que aún me tenía a su cuidado, me reprochaba cada vez que trataba de ojear dentro de la carpa a medio alzar, donde los asientos de madera aparentaban un desalineamiento inseguro para los espectadores.

Los días pasaron y el circo ya estaba instalado con sus armazones unidos a palos y telas mugrientas, pero de colores armoniosos y únicos. Todo iba quedando listo para su debut. Las jaulas inmundas pero divertidas de los animales eran la atracción de todos; y las bailarinas de piel blanca y rubios cabellos, el sueño de los vagos y señores, a quienes las esposas jaloneaban cada vez que una de ellas paseaba por el barrio. Pero eso a mí no me atraía, yo prefería mirar a un viejo que, sentado sobre un listón de madera, iba peinando y acicalando a un pequeño muñeco de madera, al cual, un día, al terminar de alistar para el debut, metió dentro de una pequeña caja negra con bordes dorados que llevaba su nombre: “Carmelo”.


El viejo tomó la caja y la puso sobre los inmensos tablones que hacían de asiento. Entonces yo, que escondido detrás de las jaulas de los monos observaba todo, aproveché su ausencia para tomar la caja y llevármela a casa. Corrí enceguecido y como un loco con mi botín entre manos. Ahí ausculté lo que había dentro y, como si la caja tuviera magia, una voz brotó de su interior. Fui presa del asombro cuando en ese momento brotó un muñeco con la cara pintada como un payaso. Estiró su cuerpo como un niño, me miró y, al darse cuenta de una presencia desconocida, me preguntó de inmediato quién era:

–Tú no eres Foncho, mi amo –apuntó, moviendo desarticuladamente su cabeza.
–Claro, no lo soy. Solo quise curiosear el contenido de la caja, nada más.
–Acabas de cometer un acto malo, eh –me recriminó, mirando el entorno donde se encontraba.
–Sí, lo sé.
–¿Y ahora, qué harás conmigo? ¿Me botarás? Mira que esa suerte ya la tuve, espero no me pase lo mismo...
–No lo haré, deja de preocuparte.
–No me preocupo, pero igual me tranquilizan tus palabras.
–Dime ¿cómo es que puedes hablar?
–Mmm… la madera con la que fui hecho es mágica. En realidad la magia lo puso un viejo brujo; magia que, por cierto, no dura para siempre.
–¿Cómo?…
–Sí, cuando cumpla setenta años ya no tendré vida.
–¿Y cuántos años tienes ahora?…
–Sesenta y nueve, dentro de poco cumpliré los setenta.
–¿Qué pasará si cumples los setenta?
–Dejaré esta vida de humano y seré solo un muñeco inerte, de madera.
–¿Humano?
–Sí.
–Pero si no lo eres.
–Tienes razón, pero los niños a quienes entretengo me hacen sentir que lo soy.
–Será mejor que te devuelva, Carmelo, deben andar buscándote, ¿no crees?
–Sí, a lo mejor.

***

El silencio del atardecer se mezclaba con el temblor que guardaba en mi interior. Dentro de la caja, casi sucia por el entorno polvoriento de mi barrio, un pueblito de la zona rural del viejo Chimbote, Carmelo jugueteaba con sus pies y muy adentro de ésta su voz resonaba con la pregunta de si ya habíamos llegado donde su amo Foncho. Por ratos me apuraba y me hacía sentir culpable, por lo que me provocaba abandonar la caja sobre la acequia que se extendía a un lado de la pista de tierra y desatenderme del asunto. Pero no, debía reparar mi travesura y evitarle malos ratos a mi madre, quien no andaba muy bien del corazón y padecía una diabetes que la mantenía en estado de somnolencia.

Nuestro trayecto hacia el circo ruinoso y polvoriento se hizo largo. En algún momento me detuve en el campito de tierra donde estaban los chiquillos jugando a la pelota, apostando chapitas y bolitas, de las que yo no tenía ni una; mi único juguete era un carrito de madera que mi padre me construyó de mala gana para no andar molestando con esto de “Cómprame un carro, mejor un avión grande, grandote, que vuele muy arriba para poder tocar una estrellita y guardar un pedazo de nube en mi bolsillo”. Pero lo único que conseguí con eso fueron su negativa y, luego, su indiferencia.

El circo se levantaba con su banderita de colores, un mástil oxidado y la bulla que hacían los animales chuscos y sarnosos al momento de ir ensayando para su debut de la noche. Un extremo del circo estaba levantado y, desde allí, se podía divisar su esquelética estructura de maderas y varillas de fierros enmohecidos. Metros más allá, se encontraban los escuálidos animales bebiendo agua de acequia y comiendo pasto seco. Con los ojos desorbitados, empecé a fijarme si había alguien cerca y, de alguna forma, evitar ser descubierto en el momento de dejar la caja de Carmelo en su lugar.

Entré con mucho cuidado al interior del circo que se meneaba de un lado a otro, haciendo un sonidito truculento. El cuerpo me temblaba. Gotas de sudor caían de mi frente y las manos me sudaban mojando los contornos de la caja; adentro, Carmelo se movía también con nerviosismo.

Caminé unos cuantos metros en dirección a los tablones que hacían de asientos y percibí unos pasos aproximándose. Las piernas se me doblaron, tropecé, y caí entre los tablones prorrumpiendo un ligero grito de dolor. Una silueta se distinguía debajo de los telares de la carpa, se acercaba, era un anciano que arrastraba su pierna, era Foncho, quien no se sorprendió al verme.

–Otro muchachito inquieto –me dijo levantando algunas maderas tumbadas sobre el suelo.
–Disculpe, señor –dije, levantándome del suelo.
–No te preocupes, muchacho, acá estamos acostumbrados a todo esto, así que no temas.
–¿De verdad, señor?
–Sí, los niños son nuestros mejores clientes, estaría loco si los ahuyentara.
–Tiene razón. Además esto para nosotros es algo nuevo, nunca tuvimos un circo tan cerca.
–Lo mismo me ocurrió a tu edad. El circo fue tan grande y maravilloso para mí que no dudé en dejar mi casa y meterme en este mundo.
–Seguramente, señor.
–Dime Foncho, por favor.
–Usted es el ventrílocuo, ¿no es así?
–Uno que está a punto de serlo.
–¿Y eso? –pregunté disimulando no estar al tanto de nada.
–Bueno, hijo, es una larga historia que tal vez no vayas a creer, pero te la contaré.

Y el viejo Foncho empezó su relato rodeando con la mirada la circunferencia desordenada del circo:

–Hace cincuenta años vagaba por los rincones menos sospechados para un hombre como yo: desempleado, viudo, sin descendencia, ni familiares a quien recurrir en este mundo. Caminaba por kilómetros y kilómetros de carreteras polvorientas, muchas de ellas desérticas. En ese tiempo había abandonado el circo porque enviudé de una linda mujer que me supo dar todo: desde la pequeñez en lo material hasta la grandeza que tenía, su amor. La conocí en una carpa de circo como ésta. Se llamaba Mabel. Ella repartía la comida a los trabajadores del circo, y por supuesto, a mí también. Era una mujer linda, hasta ahora la recuerdo. Fue mi única mujer, por cierto. No sé si el tiempo fue cómplice en esto. Como vez, no tengo belleza física de la cual enorgullecerme y decir que fue por eso que ella se quedó conmigo teniendo tantos pretendientes. Bueno, continúo. Con ella vivimos tiempos de felicidad y ciertos días de penurias, pero eso es lo de menos, a nosotros solo nos importaba el amor que nos teníamos, eso era grande. El circo, muchacho, a veces nos hace reír y otras veces nos hace llorar, a mí me hizo llorar. Un día el dueño le ofreció a Mabel trabajo como ayudante de trapecista y ella por amor a este mísero lugar aceptó sin saber a lo que se exponía, y como vez, la desgracia siempre está al acecho esperando el mejor momento para actuar y desgraciar nuestras vidas, y eso hizo, desgració la mía. Era un acto algo riesgoso el que Mabel iba realizar, pero ella no tenía miedo, así que antes de subir solo me dijo “¿Me esperas?”. Luego trepó por un asta del trapecio sonriendo ante un público extasiado. En un primer momento salió todo bien, eso me alegró por supuesto, pero luego vino la desgracia; un cabo del armazón que sostenía el trapecio se rompió, soltando la soga que sostenía a Mabel, y ella cayó fuera de la red auxiliar que amortigua las caídas. No sabes cómo me sentí al verla tumbada sobre el piso, emanando sangre por la boca y mirándome fijamente a los ojos. Es un gran dolor, hijo, un gran dolor del que no pude reponerme. Desde ese momento todo lo relacionado con el circo me pareció mal, absolutamente todo. Lo que pude tener allí lo perdí cuando a mi querida Mabel se le cayeron las alas. En fin, dejé el circo y vagabundeé por varias ciudades. No tenía rumbo alguno, solo me dejaba guiar por el instinto. Pasó algo de tiempo y sentí que mi cuerpo había cambiado, ya no era el de antes, ahora era un cumulo de huesos y harapos, un fantasma con aspecto de loco, la gente creía que era eso; qué bueno que lo hubiese sido, de esa forma se vive mejor, creo. Ay, hijo, no me hagas mucho caso, la soledad me hace hablar cosas así.

Hizo una pausa como intentando ver dentro de mí, y continuó:

–¿Quieres saber cómo me convertí en ventrílocuo y como conseguí a Carmelito? Bueno, cuando me encontraba en ese trance, llegué a parar a la casa de un anciano carpintero. Este señor, que vivía solo en su carpintería, me dio cobijo y alimento, incluso me enseñó muchas cosas sobre su venerada profesión. Con él pasé buen tiempo hasta su muerte. Antes de ello, prometió darme un obsequio por la ayuda que le brindé al quedarme a su lado todo ese tiempo; y como sabes, las personas a esa edad se vuelven melancólicas, así que él, presa de su melancolía, sacó debajo de su cama una cajita pintada de negro y con bordes dorados; de él extrajo un muñeco multicolor de nombre Carmelo. Pero no era un muñeco común y corriente. En su lecho de muerte me informó que debía tener cuidado con él, nadie, excepto yo, podía manipularlo; esto por supuesto me llamó la atención, pues lo veía como un muñeco común y corriente; pero no lo era. En sus últimas palabras, el anciano me contó que este muñeco había sido hecho con una madera especial, una madera sacada de la chacra de un brujo; tú sabes, esos tipos que ven cosas que nosotros no podemos ver. Al principio todo esto lo tomé como una broma, luego me di cuenta que no lo era. El muñeco era real, tenía vida propia. Éste no era un muñeco malo, sino gracioso. Desde ese momento nos hicimos amigos. Mi vida cambió. Regresé a la vida circense y ahora me tienes aquí, frente a ti, preparando el debut de este pobre circo.

–¿Y por qué está a punto de dejar de ser ventrílocuo? ¿O ya no quiere seguir con Carmelo? –pregunté sabiendo lo que me diría.
–Lo que pasa es que el anciano antes de morir me dijo que Carmelito solo tendría vida propia por setenta años, y le queda poco tiempo para cumplirlos.
–Lo va a extrañar, don Foncho.
–Sí, muchacho. Es lo único que tengo en esta vida.
–¿Y qué piensa hacer?
–Irme de aquí y esperar la muerte con dignidad.
–No diga eso, don Foncho.
–Una de las cosas que tiene que saber un hombre solitario, es que para él no hay otra cosa más simple que el aire.
–¿El aire?
–Sí, el aire es tan fuerte que puede pulverizar tu cuerpo y esparcirlo por cualquier parte, y tú no te darías cuenta de ello.
–¿Y qué pasará con Carmelo cuando ya no tenga vida?
–Lo enterraremos.
–¿Me dejaría ayudarlo?
–Claro, tú eres el único que sabe esto, así que serás fiel testigo de la existencia y extinción de Carmelo en este mundo.

***

La función estelar de esa noche no me la perdí a pesar de la insistencia de mi madre con aquello de que era un lugar sucio y nada seguro. En realidad a nadie le importaba, lo único que buscábamos era diversión, extasiarnos con las risas de los otros, las tonterías de los payasos y las piruetas de los perros chuscos. Era la única alegría que podíamos tener en aquel lugar.

Los muchachos del barrio, como todo niño, tenían sus actos especiales: algunos preferían al domador de perros, otros a los monos esqueléticos, los vagos se alocaban con las bailarinas de piernas blancas y desabridas, mientras yo disfrutaba de don Foncho y Carmelo en su última actuación antes de la caída de la media noche.

La hora llegó. Foncho salió con su traje estrellado por lentejuelas que brillaban al compás de la luz débil de los refractores que apuntaban directamente hacia Carmelo, quien mantenía su mirada triste en el estrecho círculo mal formado del escenario. La filosofía circense que Foncho exponía al público era la de un hombre que se aproximaba al ocaso de su vida. Carmelo dejaba rebotar su cabeza en el aire. Alrededor de ellos la gente gozaba, nadie se daba cuenta del monólogo irreversible de los últimos minutos de Carmelo como un ser sobre esta tierra. Tanto Foncho como él dialogaban acerca de sus vidas, mientras la gente, ignorante de todo, reía a carcajada limpia sin saber la veracidad de toda la historia. La función llegaba a su final. La medianoche estaba cerca y con ella la desaparición de Carmelo. Terminada la última función, Foncho salió caminando con la cojera que lo aquejaba, jalando de un costado del brazo a Carmelo quien solo miraba el cielo oscuro e infinito. A lo lejos, los comentarios se centraban en lo ridículo que se veía Foncho con su viejo traje de lentejuela, que a más de uno le pareció horrible. La vida de Foncho parecía tener ya un destino, un destino crudo y sobrepasado por la soledad. La noche se contrajo en una llovizna que hizo correr a los que todavía deambulaban por ahí, mojando a la vez la carpa maltrecha y mugrienta.

Esa noche, después del espectáculo, no llegué a casa. Quise perderme en las sombras húmedas y disipar mis penas. Me senté sobre una piedra y en ella esperé por varios minutos a Foncho informándome que Carmelo ya no estaba. Pensé si sería bueno o no presenciar aquello, pero la intriga me invadía.

Hasta que por fin vi surgir una silueta que avanzaba entre los carromatos del circo. La reconocí por la cojera del pie derecho y, con un leve grito, pedí que me esperara. Foncho se volvió hacia mí y me dijo con severidad que no debía estar ahí. Le dije que esperaba noticias sobre Carmelo. Entonces me miró fijamente y lo único que hizo fue estirar el brazo, alzar el sombrero negro y levantar su bastón en señal de adiós. A lo lejos, vi su silueta perdiéndose, borrándose entre lo gris que se había puesto el cielo, un cielo sombrío, destartalado.

lunes, 2 de agosto de 2010

Ser un mortal no cambia nada


[Mortal]

Juan López


Se que soy un soñador. Un hombre mortal que se desvanece como un espiral en la noche. Es difícil descifrar las señales de mi existencia en las leyes de éste mundo. Me inclino sobre la tierra y muero diez mil veces. Dentro de ello escucho el murmullo de un silencio transmutado; un silbido y una señal que se reconocen dentro de un millón de escalones donde el camino azul se va desvaneciendo con mi alma de duende…

Famas


[Una misma historia]

Juan López.


Un fama de Cortázar se ve al espejo, sonríe.
Sigue con su afán de complacer su día.
Otro fama de Cortázar se ve al espejo.
Tropieza con un vacio en su rostro. –La tristeza-
Ambos famas se ven al espejo, conjugan sus figuras y encuentran que ambas historias era una sola.

martes, 2 de febrero de 2010

NO importa


[Ingenio]

Juan López

Un hombre lleno de ingenio pensó en el querer, pero de repente comprendió que el amor es el origen de todas sus idioteces. -Un amante-.

Cuando la dignidad murio en su intento de amar


[Anna, vete]

Juan López

Mientras Anna se anima en dejar el departamento 305 del complejo residencial “Las casuarinas”; en un rincón, acongojado y con los ojos rojos a reventar, Iván se coge la quijada mal alineada por la barba y piensa en aquel idiota que se encontraba afuera, fumando bajo la llovizna. Camina por el cuarto y recuerda la primera vez que gozó dentro de él. Anna, por el contrario, remueve sus cajones, jala y envuelve dentro de su bolso de mimbre lo que puede: blusas, vestidos, perfumes, maquillaje, tarjetas de crédito, su pasaporte, dejando de la lado el anillo que da un ligero brillo con la luz tupida de la calle.

La decisión estaba tomada. En ese momento, los breves espasmos de tibia tristeza de Iván, no importaban en lo más mínimo. Aquel compromiso quedaba estancado en lo profundo de ese silencio nocturno.

Un eco débil se dilata dentro del cuarto que humea desde un cenicero de porcelana. No me pidas que me quede a tu lado, Iván. Tú sabes bien que la monotonía me cansó. Ya no quiero hablar más de esto. Me iré y tú no puedes hacer nada. A un costado Iván intenta halarla y de alguna forma ostentar un duro encuentro de sus cuerpos, pero ella es fuerte, no cede.

Anna procura acelerar sus movimientos enrollando sus cosas para dejar de una vez por todas esa vida intransigente que ya detestaba. Detestaba ver trasnochar sobre el computador a Iván, quien se extasiaba por las historias que escribía y guardaba en lo ínfimo de si, dejando de lado sus vidas compartidas.

Afuera, un halo de luz se hunde dentro de lo gris que es la habitación. Las cortinas de damasco con bolitas coloradas funden la humedad de la única ventana del lugar. Adentro el olor del perfume exageradamente exquisito de Anna se esparce dejando en lamentos a Iván, que sentado sobre la cama piensa en lo estúpido que se ha hecho su vida después de esta situación.

Anna, se coge las caderas, observa por última vez la habitación y da un pequeño suspiro que se pierde débilmente. Luego toma el anillo de entre el desorden de las sabanas y lo coloca encima del velador. Hasta ahí la luz mortecina lo persigue dejándolo con un brillo débil. Con una sutil frialdad se arremete el cabello hacia atrás, saca su cabeza zigzagueando a los costados y como una flecha lanza una mirada directa hacia el estacionamiento, allí un hombre alto y con mameluco grasiento corresponde al saludo.

Ella de un salto atrapa su bolsa de mimbre, corre hacia la puerta frenándose y soltando un breve guiño que desestabiliza la humanidad de Iván. Cruza el umbral de la puerta y su imagen se borra dejando en silencio toda la habitación que solo retumbaba por la fina llovizna de agosto.

Después de algunos segundos de quedar inmovilizado, Iván reacciona, corre hacía la ventana. Saca la cabeza y dirige su mirada por entre los arbustos que tupían su visibilidad. A esa hora la lluvia se ponía escandalosa. Lo maldice. Maldice también al imbécil de Luis, un don nadie, un mecanicucho de quinta, un tipo que no le dará nada, un poca madre; indica apretando los dientes.

Ella, desde la penumbra, examina como su mirada se va perdiendo mientras que Luis la coge de la cintura y le pega un leve manotazo en el trasero. Luego la eleva en el aire y la sienta sobre su chatarra, un Chevrolet del 68. A lo lejos, Iván la odia por toda su vida de mujer irreversible. Ella se olvida de la sombra borrosa de Iván y sube al Chevrolet color gris que arrancó dejando una gruesa línea de humo. Ambos se largaban, reían a carcajadas, eran felices. Él, mientras tanto, en el tercer piso, desolado, rehuía del anillo que brillaba al compás de la luna.

Es aún de madrugada. La bruma es espesa, de igual forma su soledad de escritor.

Ve pestañear al anillo sobre el velador y lo coge. Lo manipula un par de veces. Transmute algunas palabras y se dirige muy despacio hacia el baño. Ahí enciende un cigarrillo y repentinamente le pasa un temblor por el cuerpo. Se aferra al anillo por un instante y como una película fotográfica todos sus recuerdos con Anna pasan a una velocidad sorprendente. Reacciona de golpe y tira el anillo al escusado que gorgotea burbujas de líquido aromatizante. En la sala, Anna sonreía en una foto. De un tirón lo arroja al suelo, luego lo estruja y lo lanza junto al anillo que se hundía en lo más profundo de Lima. A esa hora el cielo raso ya no esta jodidamente gris, sino, tibio. Se le ocurre que todo puede ser un sueño, pero no lo es, el lo sabe. De la puerta del dormitorio, Iván extiende una mirada hacia la ventana donde aún flamea la cortina de damasco con bolitas rojas y recuerda a Anna estirando el telar. Piensa que ya es momento de cerrar los ojos y verterse en un duro sueño así como lo hacia cuando redactaba esas historias urbanas que iba recopilando y de las cuales ahora su vida es una de ellas. Una simple ficción. Sí. Sólo eso…

martes, 19 de enero de 2010

Camino de engranajes


[Mortal]

Juan López

Sé que soy un soñador. Un hombre mortal que se desvanece como un espiral en la noche. Es difícil descifrar las señales de mi existencia en las leyes de éste mundo. Me inclino sobre la tierra y muero diez mil veces. Dentro de ello, escucho el murmullo de un silencio transmutado; un silbido y una señal que se reconocen dentro de un millón de escalones donde el camino azul se va desvaneciendo con mi alma de duende…

domingo, 6 de diciembre de 2009

Cortando recuerdos


[Penny Lane]
Juan López

En Penny Lane hay un barbero que cree cortar los recuerdos con su tijera. Un tipo extraño, enterado por la multitud frenetica de cientos de cabezas rapadas, entra de la nada al lugar donde se encontraba el barbero y le pide que por favor triture a sus recuerdos. El barbero de Penny Lane afila algunas tijeras contra un cincho de cuero y empieza a cortar la extensa melena del sujeto extraño. Luego este tipo sale del lugar, da un suspiro muy largo y ya no recuerda algunos pasajes de su vida. Es circunstancialmente feliz. Desde aquel instante el tipo extraño empezó a creer que el barbero de Penny Lane realmente cortaba los recuerdos. Ahora los días festivos debajo de esos cielos monocromáticos de Penny Lane, son sólo de él y el barbero que le ayuda a seccionar sus malos recuerdos y de alguna forma evitar así los castigos.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Nada cambiará mi mundo


[El sargento pimienta]

Juan López

Todo desaliñado, así llegó el Sargento Pimienta al barrio. Eran los primeros días de marzo del 87. Yo, por entonces, era un muchachito de cuerpo frágil y de mentalidad terca que no entendía otra cosa más que su propia locura de sentirse loco.

Aún lo recuerdo. Todo está claro en mi mente todavía: su bincha blanca con el logo hippie, anteojos redondos con cristales azules, cabellera dorada con depresiones oscuras y olor a incienso y hierba chamuscada.

Se presentó delante de todos con guitarra en hombro; empuñando, a la vez, una pesada maleta. Se abrió paso entre las hileras de personas que lo miraban arrugando sus caras, demostrando cierto sopor. Sus botas demolían las piedras y devoraban el polvo. Un poco de melena le rosó el rostro colorado y se prendió de él. Poco a poco iba masticando un chicle que luego escupió al suelo y lo pisó. La gente perpleja se miraban a sus caras preguntándose: ¿De donde salió este tipo? ¿Es familiar de algunos de ustedes? ¿Alguien lo conoce? ¡Carajo! ¿Nadie sabe…?

El Sargento Pimienta había salido de la nada. Sí, yo estaba convencido que era así. Vestía aquel trajecito amarillo con galones en los hombros y cordones de colores que le envolvían el torso.

A pesar de todo, nadie le había garantizado una sonrisa.

Un hombre en la plazoleta del barrio gritó: ¡ahí viene! Sí, ahí venía el Sargento Pimienta: cantando, reparando un poema. Su rostro decía demasiado; el cigarro, que humeaba entre su boca y nariz, también. Era único. También era único aquel espacio empolvado en el que se movía.

Sus botas, transmutadas en el color, levantaban pequeñas nubes de polvo. Sus pasos largos, directos, se dirigieron hacia la plazoleta inútil. Escogió entre la mejor de las peores bancas y se sentó. En ella desenfundó su guitarra, recogió una de sus piernas y empezó a quebrar cada cuerda: desde la más aguda hasta la más grave. Entonó algunos solos de guitarra que hablaban de barberos, muchachitos bonitos, submarinos amarillos, de cielos mermelada, de escritores de novelas, de amores imperfectos…

El Sargento Pimienta creía amar a toda esa gente que lo veía como un desfachatado, loco e insoportable. Él sonreía, no le importaba. La melena, que le caía entre los dos extremos de la cara, le encubría los lentes ahumados por un azul cielo que se resbalaba por su nariz perfilada.

Aquella tarde se fue diluyendo entre los cerros deformes. Él, como un comenta que se va apagando, dejaba de tararear el solo de Billy Shears. Colocó la guitarra sobre sus muslos, la enfundó, secó el sudor que le escurría entre el cuello y el pecho y se marchó a trancos muy pequeños. La vida es así, pensé en ese momento. Su silueta se difuminaba, las miradas del gentío también. Atravesó algunas cuadras estrechas entre sí, llegando a una esquina que doblaba hacía un destino improbable, inexistente tal vez. Ahí él paró, encumbró su mano asido a la guitarra y dijo observando a la pequeña multitud afincada fuera de sus casas: “Nada cambiará mi mundo”. Y, desde entonces, nada lo ha cambiado…

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poesía, solo eso...


Vesania

Sucede que después de escuchar
tu voz sentí que
el aire se moría
entre la tumba de tus piernas.

Soplo al viento
y creo una excusa
para volver a escuchar tú voz que se pierde
entre el crepúsculo amarillo
y tu iglesia morada
por cuerpos y niebla detrás de la niebla.

En mi mente
quise esculpir con rayuelas
tu nombre
pero tu vuelves a caer
en el paraíso incontable
de tu cuerpo.

Camino entre árboles
caigo y siento
el último invierno que se colaba en tu mirada.
Existo y tú dejas de existir.
Intentas coger mis manos
y decaigo en medio
de nada.
Observo las ruedas de la destrucción y el amor
e intentas decir que soy un soñador en el infierno.

Cruzo la calle principal
y ahí estas tú en medio de todo;
me ves, contienes tus ojos
e intentas correr
hacia el café Fuguet.
Prendo un cigarrillo
y pretendo ser consumido
por el olor insignificante
de tu cuerpo.
Pienso largarme y ser por un
instante feliz.

Pateo algunas piedras y
siento que alguien me mira desde un balcón.
Ignoro seres, cosas,
y soy por un instante feliz.

A veces me explico
¿Por qué los perros,
las flores,
los niños no asesinan a estos tipos?
y el aire responde
con miles de sobredosis de explicaciones.

Me hinco
sobre la noche
que se hizo agradable.
Me atrevo a asesinar al tiempo.
Cierro mis ojos
y me imagino
que aún estas sentada
en el café Fuguet,
sin embargo, aún no he podido
acomodarme al hecho de que
aun existas en el cielo
soledad
calles
amor
nada.

Ella aún me tenía entre sus manos…


[Fotografía]

Juan López.

Alfredo está sentado frente a la ventana de su biblioteca. Observa que en el exterior unos tipos jalan una botella de ron y gritan samaqueandoce de forma abrupta. Afuera, una leve llovizna se hace cargo de diluir a la pesada noche oscura. Alfredo, absorto por dicha oscuridad, coge la copa de vino que descansa sobre el estante y piensa en aquella mujer de velo negro y rostro desvanecido que se aparece en sus sueños en los últimos días.

Él aún no puede construir una imagen clara de aquella mujer en sus recuerdos. Si existió, él no lo sabe o, al menos, intenta no saberlo. Mientras cata cada sorbito de vino, su mirada se pierde en la vieja fotografía en sepia de su difunta mujer que lo mira fijamente. Alfredo se estremece porque siente que esa mirada lo persigue y lo inquieta tanto que decide descolgarla y meterla en lo más profundo del ático.

Vuelve a la biblioteca y lo recorre cuantiosas veces. Piensa en lo desgraciado que estaba siendo su vida en ese lugar. Luego, atraído por un pequeño retrato, se lanza sobre un sofá de estilo colonial y se deja vencer por la pesadez de su cuerpo. Levanta muy despacio su mirada que se fija directamente hacia una fotografía, también en sepia. En ella su mujer lo observaba detrás de un velo negro, rodeada de rosas. Su rostro era muy difuso.

La casa a esa ahora estaba en completo silencio. Una fina brizna de neblina se cuela por entre la ventana. La foto se humedece por el vapor presuroso de su respiración. La cara de la mujer se disipa. Alfredo coge la foto y se da cuenta que es la misma imagen que ha soñado enumeradas oportunidades. Lo detesta.

El temor de sentir que esa fotografía le puede ocasionar algún daño sicológico, le hace determinar que es mejor desaparecerla. Rompe el retrato y exhuma la foto. Lo desgarra en muchos pedacitos los cuales introduce dentro de la copa vacía. Luego llena la copa con vino tinto, el cual hace flotar cada minúsculo retazo de la imagen de su mujer. De un trago se bebe el vino y, sin pensarlo dos veces, se traga la fotografía. Observa a su alrededor; un ruido muy leve se esparce y lo hace temblar. En eso, como un acto endemoniado, en cada rincón aparece una fotografía de su mujer que le dice que fue en vano el intento por eclipsarla de su vida. Ella aún lo tenía entre sus manos…

Solo es así...


[El Fin]

Juan López.

¡Esta noche! Usted está caminando por las veredas incontables de mis sueños. Bien, ahora el amor que usted arrancó, es igual al amor que usted hizo. –El fin-.

Ni un minuto más...


[Fin del tiempo]

Juan López.

Un hombre se ve al espejo y piensa que el tiempo se le está acabando. Su piel reseca va resbalando por el interior de su cuerpo. Mientras que un olor a putrefacción se siente en su habitación, mira a los costados, todos los ángulos le parecen iguales, nada ha cambiado, solo su rostro... Se acomoda en un rincón y solo espera que el reloj que marca el final de su vida se detenga...

El ÚlTiMo sOrBo


[Adicción]

Juan López.

Un hombre, escuálido, con una melena de estilo country, no soportaba ser arrastrado por el peso de su mal. Nunca se mostró temeroso ante su debilidad. Trató de ser firme y no flaquear. Él solo probaba ser el dios del mundo, el amo de todo, pero la sustancia blanca que aguardaba sobre la repisa de su baño lo tentaba.

No soportó más y cayó bajo su poder invisible. Caminó descuidadamente sobre el cuarto oscuro, de presencia hosca, y silenciosa. Llegó al baño, se miró al espejo, y agudizó sus sentidos. Declinó la cabeza sobre el lavadero; después de unos segundos volvió a levantar la cabeza, se miró nuevamente al espejo, vio rastros de polvo que estaban impregnados sobre el borde de su nariz y pómulos. -Lo volví hacer -se dijo recriminándose-. Me ha vencido la tentación. Ya no soporto seguir así. -Fue lo último que repitió, mordiéndose los labios-. Dejó el baño y se fue de puntillas hacia su escritorio, sacó una hoja y empezó a escribir. Lloró. Las lágrimas iban humedeciendo los bordes del papel, mientras él seguía escribiendo sin prisa alguna. Firmó.

Dejó el escritorio. Sacó una soga debajo de su cama, la sujetó sobre una de las vigas de su techo. Jaló una silla y se remontó sobre ella; al mismo tiempo, se sujetó el cuello con la cuerda y se dejo caer. Sus manos abiertas de par en par, esperaban que la luz que se escurría por la ventana, lo consumiera por completo: a él y a su vergüenza.

AnNa eN Su mUnDo.


[Anna]

Juan López.

Anna golpea la puerta e intenta corregir sus actos con la cabeza. Una voz dentro de ella le dice: “Pronto usted va a estar muerta”. Anna levanta la mirada y sonríe de su suerte y de su realidad.

Anna se ríe ante el amor, ante la raza humana, ante el mundo que se hunde en el infierno. Una estrella excelente corregida entre nosotros.

Anna golpea con los pies la acera de la calle. Intenta refugiar su malestar frente al dolor y el miedo. Ella cree estar dentro de este mundo, pero se da cuenta que el tiempo solo estaba en su sueño.

El PrImEro


[Continuidad del amor]
Juan López

Y después de hacer el amor, ambos se miran, objetan algunas palabras, luego se visten. Ella, en medio de la cama piensa que lo sucedido es algo que comúnmente lo hace; no siente nada. Él, frente a ella, cree que no es solo goce, sino que dentro de ella había amor; o al menos lo creía. Ella al sentirse deseada nuevamente le pide volver a verse, luego se despide diciendo: -siempre me encuentras en el mismo lugar-, se marcha… Él, sentado en la cama sonríe, se levanta, mete sus manos a los bolsillos de su jean, apaga la luz y sale del cuarto diciendo: -lo sabía, lo sabía-…