martes, 2 de febrero de 2010

NO importa


[Ingenio]

Juan López

Un hombre lleno de ingenio pensó en el querer, pero de repente comprendió que el amor es el origen de todas sus idioteces. -Un amante-.

Cuando la dignidad murio en su intento de amar


[Anna, vete]

Juan López

Mientras Anna se anima en dejar el departamento 305 del complejo residencial “Las casuarinas”; en un rincón, acongojado y con los ojos rojos a reventar, Iván se coge la quijada mal alineada por la barba y piensa en aquel idiota que se encontraba afuera, fumando bajo la llovizna. Camina por el cuarto y recuerda la primera vez que gozó dentro de él. Anna, por el contrario, remueve sus cajones, jala y envuelve dentro de su bolso de mimbre lo que puede: blusas, vestidos, perfumes, maquillaje, tarjetas de crédito, su pasaporte, dejando de la lado el anillo que da un ligero brillo con la luz tupida de la calle.

La decisión estaba tomada. En ese momento, los breves espasmos de tibia tristeza de Iván, no importaban en lo más mínimo. Aquel compromiso quedaba estancado en lo profundo de ese silencio nocturno.

Un eco débil se dilata dentro del cuarto que humea desde un cenicero de porcelana. No me pidas que me quede a tu lado, Iván. Tú sabes bien que la monotonía me cansó. Ya no quiero hablar más de esto. Me iré y tú no puedes hacer nada. A un costado Iván intenta halarla y de alguna forma ostentar un duro encuentro de sus cuerpos, pero ella es fuerte, no cede.

Anna procura acelerar sus movimientos enrollando sus cosas para dejar de una vez por todas esa vida intransigente que ya detestaba. Detestaba ver trasnochar sobre el computador a Iván, quien se extasiaba por las historias que escribía y guardaba en lo ínfimo de si, dejando de lado sus vidas compartidas.

Afuera, un halo de luz se hunde dentro de lo gris que es la habitación. Las cortinas de damasco con bolitas coloradas funden la humedad de la única ventana del lugar. Adentro el olor del perfume exageradamente exquisito de Anna se esparce dejando en lamentos a Iván, que sentado sobre la cama piensa en lo estúpido que se ha hecho su vida después de esta situación.

Anna, se coge las caderas, observa por última vez la habitación y da un pequeño suspiro que se pierde débilmente. Luego toma el anillo de entre el desorden de las sabanas y lo coloca encima del velador. Hasta ahí la luz mortecina lo persigue dejándolo con un brillo débil. Con una sutil frialdad se arremete el cabello hacia atrás, saca su cabeza zigzagueando a los costados y como una flecha lanza una mirada directa hacia el estacionamiento, allí un hombre alto y con mameluco grasiento corresponde al saludo.

Ella de un salto atrapa su bolsa de mimbre, corre hacia la puerta frenándose y soltando un breve guiño que desestabiliza la humanidad de Iván. Cruza el umbral de la puerta y su imagen se borra dejando en silencio toda la habitación que solo retumbaba por la fina llovizna de agosto.

Después de algunos segundos de quedar inmovilizado, Iván reacciona, corre hacía la ventana. Saca la cabeza y dirige su mirada por entre los arbustos que tupían su visibilidad. A esa hora la lluvia se ponía escandalosa. Lo maldice. Maldice también al imbécil de Luis, un don nadie, un mecanicucho de quinta, un tipo que no le dará nada, un poca madre; indica apretando los dientes.

Ella, desde la penumbra, examina como su mirada se va perdiendo mientras que Luis la coge de la cintura y le pega un leve manotazo en el trasero. Luego la eleva en el aire y la sienta sobre su chatarra, un Chevrolet del 68. A lo lejos, Iván la odia por toda su vida de mujer irreversible. Ella se olvida de la sombra borrosa de Iván y sube al Chevrolet color gris que arrancó dejando una gruesa línea de humo. Ambos se largaban, reían a carcajadas, eran felices. Él, mientras tanto, en el tercer piso, desolado, rehuía del anillo que brillaba al compás de la luna.

Es aún de madrugada. La bruma es espesa, de igual forma su soledad de escritor.

Ve pestañear al anillo sobre el velador y lo coge. Lo manipula un par de veces. Transmute algunas palabras y se dirige muy despacio hacia el baño. Ahí enciende un cigarrillo y repentinamente le pasa un temblor por el cuerpo. Se aferra al anillo por un instante y como una película fotográfica todos sus recuerdos con Anna pasan a una velocidad sorprendente. Reacciona de golpe y tira el anillo al escusado que gorgotea burbujas de líquido aromatizante. En la sala, Anna sonreía en una foto. De un tirón lo arroja al suelo, luego lo estruja y lo lanza junto al anillo que se hundía en lo más profundo de Lima. A esa hora el cielo raso ya no esta jodidamente gris, sino, tibio. Se le ocurre que todo puede ser un sueño, pero no lo es, el lo sabe. De la puerta del dormitorio, Iván extiende una mirada hacia la ventana donde aún flamea la cortina de damasco con bolitas rojas y recuerda a Anna estirando el telar. Piensa que ya es momento de cerrar los ojos y verterse en un duro sueño así como lo hacia cuando redactaba esas historias urbanas que iba recopilando y de las cuales ahora su vida es una de ellas. Una simple ficción. Sí. Sólo eso…