domingo, 6 de diciembre de 2009

Cortando recuerdos


[Penny Lane]
Juan López

En Penny Lane hay un barbero que cree cortar los recuerdos con su tijera. Un tipo extraño, enterado por la multitud frenetica de cientos de cabezas rapadas, entra de la nada al lugar donde se encontraba el barbero y le pide que por favor triture a sus recuerdos. El barbero de Penny Lane afila algunas tijeras contra un cincho de cuero y empieza a cortar la extensa melena del sujeto extraño. Luego este tipo sale del lugar, da un suspiro muy largo y ya no recuerda algunos pasajes de su vida. Es circunstancialmente feliz. Desde aquel instante el tipo extraño empezó a creer que el barbero de Penny Lane realmente cortaba los recuerdos. Ahora los días festivos debajo de esos cielos monocromáticos de Penny Lane, son sólo de él y el barbero que le ayuda a seccionar sus malos recuerdos y de alguna forma evitar así los castigos.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Nada cambiará mi mundo


[El sargento pimienta]

Juan López

Todo desaliñado, así llegó el Sargento Pimienta al barrio. Eran los primeros días de marzo del 87. Yo, por entonces, era un muchachito de cuerpo frágil y de mentalidad terca que no entendía otra cosa más que su propia locura de sentirse loco.

Aún lo recuerdo. Todo está claro en mi mente todavía: su bincha blanca con el logo hippie, anteojos redondos con cristales azules, cabellera dorada con depresiones oscuras y olor a incienso y hierba chamuscada.

Se presentó delante de todos con guitarra en hombro; empuñando, a la vez, una pesada maleta. Se abrió paso entre las hileras de personas que lo miraban arrugando sus caras, demostrando cierto sopor. Sus botas demolían las piedras y devoraban el polvo. Un poco de melena le rosó el rostro colorado y se prendió de él. Poco a poco iba masticando un chicle que luego escupió al suelo y lo pisó. La gente perpleja se miraban a sus caras preguntándose: ¿De donde salió este tipo? ¿Es familiar de algunos de ustedes? ¿Alguien lo conoce? ¡Carajo! ¿Nadie sabe…?

El Sargento Pimienta había salido de la nada. Sí, yo estaba convencido que era así. Vestía aquel trajecito amarillo con galones en los hombros y cordones de colores que le envolvían el torso.

A pesar de todo, nadie le había garantizado una sonrisa.

Un hombre en la plazoleta del barrio gritó: ¡ahí viene! Sí, ahí venía el Sargento Pimienta: cantando, reparando un poema. Su rostro decía demasiado; el cigarro, que humeaba entre su boca y nariz, también. Era único. También era único aquel espacio empolvado en el que se movía.

Sus botas, transmutadas en el color, levantaban pequeñas nubes de polvo. Sus pasos largos, directos, se dirigieron hacia la plazoleta inútil. Escogió entre la mejor de las peores bancas y se sentó. En ella desenfundó su guitarra, recogió una de sus piernas y empezó a quebrar cada cuerda: desde la más aguda hasta la más grave. Entonó algunos solos de guitarra que hablaban de barberos, muchachitos bonitos, submarinos amarillos, de cielos mermelada, de escritores de novelas, de amores imperfectos…

El Sargento Pimienta creía amar a toda esa gente que lo veía como un desfachatado, loco e insoportable. Él sonreía, no le importaba. La melena, que le caía entre los dos extremos de la cara, le encubría los lentes ahumados por un azul cielo que se resbalaba por su nariz perfilada.

Aquella tarde se fue diluyendo entre los cerros deformes. Él, como un comenta que se va apagando, dejaba de tararear el solo de Billy Shears. Colocó la guitarra sobre sus muslos, la enfundó, secó el sudor que le escurría entre el cuello y el pecho y se marchó a trancos muy pequeños. La vida es así, pensé en ese momento. Su silueta se difuminaba, las miradas del gentío también. Atravesó algunas cuadras estrechas entre sí, llegando a una esquina que doblaba hacía un destino improbable, inexistente tal vez. Ahí él paró, encumbró su mano asido a la guitarra y dijo observando a la pequeña multitud afincada fuera de sus casas: “Nada cambiará mi mundo”. Y, desde entonces, nada lo ha cambiado…

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poesía, solo eso...


Vesania

Sucede que después de escuchar
tu voz sentí que
el aire se moría
entre la tumba de tus piernas.

Soplo al viento
y creo una excusa
para volver a escuchar tú voz que se pierde
entre el crepúsculo amarillo
y tu iglesia morada
por cuerpos y niebla detrás de la niebla.

En mi mente
quise esculpir con rayuelas
tu nombre
pero tu vuelves a caer
en el paraíso incontable
de tu cuerpo.

Camino entre árboles
caigo y siento
el último invierno que se colaba en tu mirada.
Existo y tú dejas de existir.
Intentas coger mis manos
y decaigo en medio
de nada.
Observo las ruedas de la destrucción y el amor
e intentas decir que soy un soñador en el infierno.

Cruzo la calle principal
y ahí estas tú en medio de todo;
me ves, contienes tus ojos
e intentas correr
hacia el café Fuguet.
Prendo un cigarrillo
y pretendo ser consumido
por el olor insignificante
de tu cuerpo.
Pienso largarme y ser por un
instante feliz.

Pateo algunas piedras y
siento que alguien me mira desde un balcón.
Ignoro seres, cosas,
y soy por un instante feliz.

A veces me explico
¿Por qué los perros,
las flores,
los niños no asesinan a estos tipos?
y el aire responde
con miles de sobredosis de explicaciones.

Me hinco
sobre la noche
que se hizo agradable.
Me atrevo a asesinar al tiempo.
Cierro mis ojos
y me imagino
que aún estas sentada
en el café Fuguet,
sin embargo, aún no he podido
acomodarme al hecho de que
aun existas en el cielo
soledad
calles
amor
nada.

Ella aún me tenía entre sus manos…


[Fotografía]

Juan López.

Alfredo está sentado frente a la ventana de su biblioteca. Observa que en el exterior unos tipos jalan una botella de ron y gritan samaqueandoce de forma abrupta. Afuera, una leve llovizna se hace cargo de diluir a la pesada noche oscura. Alfredo, absorto por dicha oscuridad, coge la copa de vino que descansa sobre el estante y piensa en aquella mujer de velo negro y rostro desvanecido que se aparece en sus sueños en los últimos días.

Él aún no puede construir una imagen clara de aquella mujer en sus recuerdos. Si existió, él no lo sabe o, al menos, intenta no saberlo. Mientras cata cada sorbito de vino, su mirada se pierde en la vieja fotografía en sepia de su difunta mujer que lo mira fijamente. Alfredo se estremece porque siente que esa mirada lo persigue y lo inquieta tanto que decide descolgarla y meterla en lo más profundo del ático.

Vuelve a la biblioteca y lo recorre cuantiosas veces. Piensa en lo desgraciado que estaba siendo su vida en ese lugar. Luego, atraído por un pequeño retrato, se lanza sobre un sofá de estilo colonial y se deja vencer por la pesadez de su cuerpo. Levanta muy despacio su mirada que se fija directamente hacia una fotografía, también en sepia. En ella su mujer lo observaba detrás de un velo negro, rodeada de rosas. Su rostro era muy difuso.

La casa a esa ahora estaba en completo silencio. Una fina brizna de neblina se cuela por entre la ventana. La foto se humedece por el vapor presuroso de su respiración. La cara de la mujer se disipa. Alfredo coge la foto y se da cuenta que es la misma imagen que ha soñado enumeradas oportunidades. Lo detesta.

El temor de sentir que esa fotografía le puede ocasionar algún daño sicológico, le hace determinar que es mejor desaparecerla. Rompe el retrato y exhuma la foto. Lo desgarra en muchos pedacitos los cuales introduce dentro de la copa vacía. Luego llena la copa con vino tinto, el cual hace flotar cada minúsculo retazo de la imagen de su mujer. De un trago se bebe el vino y, sin pensarlo dos veces, se traga la fotografía. Observa a su alrededor; un ruido muy leve se esparce y lo hace temblar. En eso, como un acto endemoniado, en cada rincón aparece una fotografía de su mujer que le dice que fue en vano el intento por eclipsarla de su vida. Ella aún lo tenía entre sus manos…

Solo es así...


[El Fin]

Juan López.

¡Esta noche! Usted está caminando por las veredas incontables de mis sueños. Bien, ahora el amor que usted arrancó, es igual al amor que usted hizo. –El fin-.

Ni un minuto más...


[Fin del tiempo]

Juan López.

Un hombre se ve al espejo y piensa que el tiempo se le está acabando. Su piel reseca va resbalando por el interior de su cuerpo. Mientras que un olor a putrefacción se siente en su habitación, mira a los costados, todos los ángulos le parecen iguales, nada ha cambiado, solo su rostro... Se acomoda en un rincón y solo espera que el reloj que marca el final de su vida se detenga...

El ÚlTiMo sOrBo


[Adicción]

Juan López.

Un hombre, escuálido, con una melena de estilo country, no soportaba ser arrastrado por el peso de su mal. Nunca se mostró temeroso ante su debilidad. Trató de ser firme y no flaquear. Él solo probaba ser el dios del mundo, el amo de todo, pero la sustancia blanca que aguardaba sobre la repisa de su baño lo tentaba.

No soportó más y cayó bajo su poder invisible. Caminó descuidadamente sobre el cuarto oscuro, de presencia hosca, y silenciosa. Llegó al baño, se miró al espejo, y agudizó sus sentidos. Declinó la cabeza sobre el lavadero; después de unos segundos volvió a levantar la cabeza, se miró nuevamente al espejo, vio rastros de polvo que estaban impregnados sobre el borde de su nariz y pómulos. -Lo volví hacer -se dijo recriminándose-. Me ha vencido la tentación. Ya no soporto seguir así. -Fue lo último que repitió, mordiéndose los labios-. Dejó el baño y se fue de puntillas hacia su escritorio, sacó una hoja y empezó a escribir. Lloró. Las lágrimas iban humedeciendo los bordes del papel, mientras él seguía escribiendo sin prisa alguna. Firmó.

Dejó el escritorio. Sacó una soga debajo de su cama, la sujetó sobre una de las vigas de su techo. Jaló una silla y se remontó sobre ella; al mismo tiempo, se sujetó el cuello con la cuerda y se dejo caer. Sus manos abiertas de par en par, esperaban que la luz que se escurría por la ventana, lo consumiera por completo: a él y a su vergüenza.

AnNa eN Su mUnDo.


[Anna]

Juan López.

Anna golpea la puerta e intenta corregir sus actos con la cabeza. Una voz dentro de ella le dice: “Pronto usted va a estar muerta”. Anna levanta la mirada y sonríe de su suerte y de su realidad.

Anna se ríe ante el amor, ante la raza humana, ante el mundo que se hunde en el infierno. Una estrella excelente corregida entre nosotros.

Anna golpea con los pies la acera de la calle. Intenta refugiar su malestar frente al dolor y el miedo. Ella cree estar dentro de este mundo, pero se da cuenta que el tiempo solo estaba en su sueño.

El PrImEro


[Continuidad del amor]
Juan López

Y después de hacer el amor, ambos se miran, objetan algunas palabras, luego se visten. Ella, en medio de la cama piensa que lo sucedido es algo que comúnmente lo hace; no siente nada. Él, frente a ella, cree que no es solo goce, sino que dentro de ella había amor; o al menos lo creía. Ella al sentirse deseada nuevamente le pide volver a verse, luego se despide diciendo: -siempre me encuentras en el mismo lugar-, se marcha… Él, sentado en la cama sonríe, se levanta, mete sus manos a los bolsillos de su jean, apaga la luz y sale del cuarto diciendo: -lo sabía, lo sabía-…