viernes, 17 de septiembre de 2010
viernes, 3 de septiembre de 2010
miércoles, 1 de septiembre de 2010
Good bye, Carmelo
[Adiós, Carmelo; hasta luego, Foncho]
Juan López
Aquel día en que mi madre decidió darme la oportunidad de conocer el mundo por fuera, llegó al barrio un circo multicolor. Uno de esos que hacen brotar alegría y a la vez pobreza. Era un circo pobre, de carpa retaceada. Ahí no había elefantes ni tigres, pero sí perros, gatos, gansos, monos, unos payasos escuálidos, una que otra bailarina de enormes piernas y, lo que más llamó mi atención, un ventrílocuo y su muñeco de madera.
El circo se instaló en medio del barrio. Todos los vecinos salieron de sus casas dando tremendos trancos y soltando comentarios: algunos de algarabía y otros de queja. Los niños, poco acostumbrados a ver esta clase de eventos, nos sentimos felices; corríamos por los alrededores haciendo líneas en la tierra con palitos de sauce. Mi madre, que aún me tenía a su cuidado, me reprochaba cada vez que trataba de ojear dentro de la carpa a medio alzar, donde los asientos de madera aparentaban un desalineamiento inseguro para los espectadores.
Los días pasaron y el circo ya estaba instalado con sus armazones unidos a palos y telas mugrientas, pero de colores armoniosos y únicos. Todo iba quedando listo para su debut. Las jaulas inmundas pero divertidas de los animales eran la atracción de todos; y las bailarinas de piel blanca y rubios cabellos, el sueño de los vagos y señores, a quienes las esposas jaloneaban cada vez que una de ellas paseaba por el barrio. Pero eso a mí no me atraía, yo prefería mirar a un viejo que, sentado sobre un listón de madera, iba peinando y acicalando a un pequeño muñeco de madera, al cual, un día, al terminar de alistar para el debut, metió dentro de una pequeña caja negra con bordes dorados que llevaba su nombre: “Carmelo”.
lunes, 2 de agosto de 2010
Ser un mortal no cambia nada

Juan López
Famas
martes, 2 de febrero de 2010
NO importa
Cuando la dignidad murio en su intento de amar
La decisión estaba tomada. En ese momento, los breves espasmos de tibia tristeza de Iván, no importaban en lo más mínimo. Aquel compromiso quedaba estancado en lo profundo de ese silencio nocturno.
Un eco débil se dilata dentro del cuarto que humea desde un cenicero de porcelana. No me pidas que me quede a tu lado, Iván. Tú sabes bien que la monotonía me cansó. Ya no quiero hablar más de esto. Me iré y tú no puedes hacer nada. A un costado Iván intenta halarla y de alguna forma ostentar un duro encuentro de sus cuerpos, pero ella es fuerte, no cede.
Anna procura acelerar sus movimientos enrollando sus cosas para dejar de una vez por todas esa vida intransigente que ya detestaba. Detestaba ver trasnochar sobre el computador a Iván, quien se extasiaba por las historias que escribía y guardaba en lo ínfimo de si, dejando de lado sus vidas compartidas.
Afuera, un halo de luz se hunde dentro de lo gris que es la habitación. Las cortinas de damasco con bolitas coloradas funden la humedad de la única ventana del lugar. Adentro el olor del perfume exageradamente exquisito de Anna se esparce dejando en lamentos a Iván, que sentado sobre la cama piensa en lo estúpido que se ha hecho su vida después de esta situación.
Anna, se coge las caderas, observa por última vez la habitación y da un pequeño suspiro que se pierde débilmente. Luego toma el anillo de entre el desorden de las sabanas y lo coloca encima del velador. Hasta ahí la luz mortecina lo persigue dejándolo con un brillo débil. Con una sutil frialdad se arremete el cabello hacia atrás, saca su cabeza zigzagueando a los costados y como una flecha lanza una mirada directa hacia el estacionamiento, allí un hombre alto y con mameluco grasiento corresponde al saludo.
Ella de un salto atrapa su bolsa de mimbre, corre hacia la puerta frenándose y soltando un breve guiño que desestabiliza la humanidad de Iván. Cruza el umbral de la puerta y su imagen se borra dejando en silencio toda la habitación que solo retumbaba por la fina llovizna de agosto.
Después de algunos segundos de quedar inmovilizado, Iván reacciona, corre hacía la ventana. Saca la cabeza y dirige su mirada por entre los arbustos que tupían su visibilidad. A esa hora la lluvia se ponía escandalosa. Lo maldice. Maldice también al imbécil de Luis, un don nadie, un mecanicucho de quinta, un tipo que no le dará nada, un poca madre; indica apretando los dientes.
Ella, desde la penumbra, examina como su mirada se va perdiendo mientras que Luis la coge de la cintura y le pega un leve manotazo en el trasero. Luego la eleva en el aire y la sienta sobre su chatarra, un Chevrolet del 68. A lo lejos, Iván la odia por toda su vida de mujer irreversible. Ella se olvida de la sombra borrosa de Iván y sube al Chevrolet color gris que arrancó dejando una gruesa línea de humo. Ambos se largaban, reían a carcajadas, eran felices. Él, mientras tanto, en el tercer piso, desolado, rehuía del anillo que brillaba al compás de la luna.
Es aún de madrugada. La bruma es espesa, de igual forma su soledad de escritor.
Ve pestañear al anillo sobre el velador y lo coge. Lo manipula un par de veces. Transmute algunas palabras y se dirige muy despacio hacia el baño. Ahí enciende un cigarrillo y repentinamente le pasa un temblor por el cuerpo. Se aferra al anillo por un instante y como una película fotográfica todos sus recuerdos con Anna pasan a una velocidad sorprendente. Reacciona de golpe y tira el anillo al escusado que gorgotea burbujas de líquido aromatizante. En la sala, Anna sonreía en una foto. De un tirón lo arroja al suelo, luego lo estruja y lo lanza junto al anillo que se hundía en lo más profundo de Lima. A esa hora el cielo raso ya no esta jodidamente gris, sino, tibio. Se le ocurre que todo puede ser un sueño, pero no lo es, el lo sabe. De la puerta del dormitorio, Iván extiende una mirada hacia la ventana donde aún flamea la cortina de damasco con bolitas rojas y recuerda a Anna estirando el telar. Piensa que ya es momento de cerrar los ojos y verterse en un duro sueño así como lo hacia cuando redactaba esas historias urbanas que iba recopilando y de las cuales ahora su vida es una de ellas. Una simple ficción. Sí. Sólo eso…
martes, 19 de enero de 2010
Camino de engranajes

domingo, 6 de diciembre de 2009
Cortando recuerdos

Juan López
domingo, 29 de noviembre de 2009
Nada cambiará mi mundo

Aún lo recuerdo. Todo está claro en mi mente todavía: su bincha blanca con el logo hippie, anteojos redondos con cristales azules, cabellera dorada con depresiones oscuras y olor a incienso y hierba chamuscada.
Se presentó delante de todos con guitarra en hombro; empuñando, a la vez, una pesada maleta. Se abrió paso entre las hileras de personas que lo miraban arrugando sus caras, demostrando cierto sopor. Sus botas demolían las piedras y devoraban el polvo. Un poco de melena le rosó el rostro colorado y se prendió de él. Poco a poco iba masticando un chicle que luego escupió al suelo y lo pisó. La gente perpleja se miraban a sus caras preguntándose: ¿De donde salió este tipo? ¿Es familiar de algunos de ustedes? ¿Alguien lo conoce? ¡Carajo! ¿Nadie sabe…?
El Sargento Pimienta había salido de la nada. Sí, yo estaba convencido que era así. Vestía aquel trajecito amarillo con galones en los hombros y cordones de colores que le envolvían el torso.
A pesar de todo, nadie le había garantizado una sonrisa.
Un hombre en la plazoleta del barrio gritó: ¡ahí viene! Sí, ahí venía el Sargento Pimienta: cantando, reparando un poema. Su rostro decía demasiado; el cigarro, que humeaba entre su boca y nariz, también. Era único. También era único aquel espacio empolvado en el que se movía.
Sus botas, transmutadas en el color, levantaban pequeñas nubes de polvo. Sus pasos largos, directos, se dirigieron hacia la plazoleta inútil. Escogió entre la mejor de las peores bancas y se sentó. En ella desenfundó su guitarra, recogió una de sus piernas y empezó a quebrar cada cuerda: desde la más aguda hasta la más grave. Entonó algunos solos de guitarra que hablaban de barberos, muchachitos bonitos, submarinos amarillos, de cielos mermelada, de escritores de novelas, de amores imperfectos…
El Sargento Pimienta creía amar a toda esa gente que lo veía como un desfachatado, loco e insoportable. Él sonreía, no le importaba. La melena, que le caía entre los dos extremos de la cara, le encubría los lentes ahumados por un azul cielo que se resbalaba por su nariz perfilada.
Aquella tarde se fue diluyendo entre los cerros deformes. Él, como un comenta que se va apagando, dejaba de tararear el solo de Billy Shears. Colocó la guitarra sobre sus muslos, la enfundó, secó el sudor que le escurría entre el cuello y el pecho y se marchó a trancos muy pequeños. La vida es así, pensé en ese momento. Su silueta se difuminaba, las miradas del gentío también. Atravesó algunas cuadras estrechas entre sí, llegando a una esquina que doblaba hacía un destino improbable, inexistente tal vez. Ahí él paró, encumbró su mano asido a la guitarra y dijo observando a la pequeña multitud afincada fuera de sus casas: “Nada cambiará mi mundo”. Y, desde entonces, nada lo ha cambiado…
viernes, 20 de noviembre de 2009
Poesía, solo eso...

Sucede que después de escuchar
tu voz sentí que
el aire se moría
entre la tumba de tus piernas.
Soplo al viento
y creo una excusa
para volver a escuchar tú voz que se pierde
entre el crepúsculo amarillo
y tu iglesia morada
por cuerpos y niebla detrás de la niebla.
En mi mente
quise esculpir con rayuelas
tu nombre
pero tu vuelves a caer
en el paraíso incontable
de tu cuerpo.
Camino entre árboles
caigo y siento
el último invierno que se colaba en tu mirada.
Existo y tú dejas de existir.
Intentas coger mis manos
y decaigo en medio
de nada.
Observo las ruedas de la destrucción y el amor
e intentas decir que soy un soñador en el infierno.
Cruzo la calle principal
y ahí estas tú en medio de todo;
me ves, contienes tus ojos
e intentas correr
hacia el café Fuguet.
Prendo un cigarrillo
y pretendo ser consumido
por el olor insignificante
de tu cuerpo.
Pienso largarme y ser por un
instante feliz.
siento que alguien me mira desde un balcón.
Ignoro seres, cosas,
y soy por un instante feliz.
A veces me explico
¿Por qué los perros,
las flores,
los niños no asesinan a estos tipos?
y el aire responde
con miles de sobredosis de explicaciones.
Me hinco
sobre la noche
que se hizo agradable.
Me atrevo a asesinar al tiempo.
Cierro mis ojos
y me imagino
que aún estas sentada
en el café Fuguet,
sin embargo, aún no he podido
soledad
calles
amor
nada.
Ella aún me tenía entre sus manos…
Él aún no puede construir una imagen clara de aquella mujer en sus recuerdos. Si existió, él no lo sabe o, al menos, intenta no saberlo. Mientras cata cada sorbito de vino, su mirada se pierde en la vieja fotografía en sepia de su difunta mujer que lo mira fijamente. Alfredo se estremece porque siente que esa mirada lo persigue y lo inquieta tanto que decide descolgarla y meterla en lo más profundo del ático.
Vuelve a la biblioteca y lo recorre cuantiosas veces. Piensa en lo desgraciado que estaba siendo su vida en ese lugar. Luego, atraído por un pequeño retrato, se lanza sobre un sofá de estilo colonial y se deja vencer por la pesadez de su cuerpo. Levanta muy despacio su mirada que se fija directamente hacia una fotografía, también en sepia. En ella su mujer lo observaba detrás de un velo negro, rodeada de rosas. Su rostro era muy difuso.
La casa a esa ahora estaba en completo silencio. Una fina brizna de neblina se cuela por entre la ventana. La foto se humedece por el vapor presuroso de su respiración. La cara de la mujer se disipa. Alfredo coge la foto y se da cuenta que es la misma imagen que ha soñado enumeradas oportunidades. Lo detesta.
El temor de sentir que esa fotografía le puede ocasionar algún daño sicológico, le hace determinar que es mejor desaparecerla. Rompe el retrato y exhuma la foto. Lo desgarra en muchos pedacitos los cuales introduce dentro de la copa vacía. Luego llena la copa con vino tinto, el cual hace flotar cada minúsculo retazo de la imagen de su mujer. De un trago se bebe el vino y, sin pensarlo dos veces, se traga la fotografía. Observa a su alrededor; un ruido muy leve se esparce y lo hace temblar. En eso, como un acto endemoniado, en cada rincón aparece una fotografía de su mujer que le dice que fue en vano el intento por eclipsarla de su vida. Ella aún lo tenía entre sus manos…
Solo es así...
Ni un minuto más...

El ÚlTiMo sOrBo

No soportó más y cayó bajo su poder invisible. Caminó descuidadamente sobre el cuarto oscuro, de presencia hosca, y silenciosa. Llegó al baño, se miró al espejo, y agudizó sus sentidos. Declinó la cabeza sobre el lavadero; después de unos segundos volvió a levantar la cabeza, se miró nuevamente al espejo, vio rastros de polvo que estaban impregnados sobre el borde de su nariz y pómulos. -Lo volví hacer -se dijo recriminándose-. Me ha vencido la tentación. Ya no soporto seguir así. -Fue lo último que repitió, mordiéndose los labios-. Dejó el baño y se fue de puntillas hacia su escritorio, sacó una hoja y empezó a escribir. Lloró. Las lágrimas iban humedeciendo los bordes del papel, mientras él seguía escribiendo sin prisa alguna. Firmó.
Dejó el escritorio. Sacó una soga debajo de su cama, la sujetó sobre una de las vigas de su techo. Jaló una silla y se remontó sobre ella; al mismo tiempo, se sujetó el cuello con la cuerda y se dejo caer. Sus manos abiertas de par en par, esperaban que la luz que se escurría por la ventana, lo consumiera por completo: a él y a su vergüenza.
AnNa eN Su mUnDo.

El PrImEro

Juan López